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José Antonio Marina


MANIFIESTO PARA UNA SEGUNDA LIBERACIÓN SEXUAL


¿Es preciso hacer a estas alturas un manifiesto para la liberación sexual? ¿No es esta liberación una conquista ya lograda? ¿No resulta anacrónico hablar de ella? No lo creo. Necesitamos emprender una segunda revolución sexual. La libertad sexual popularizada a mediados del siglo XX no fue tan gloriosa como parecía. Era una libertad ingeniosa más que creadora. Sirvió para quitarnos de encima trascendencias indebidas, supersticiones, miedos y culpabilidades. Presentó una atrayente utopía que alcanzaba la libertad mediante la desvinculación. Era la utopía del placer, del juego y de la trivialidad. Y convenció.

Pero somos tan contradictorios que no podemos vivir siempre jugando o sumergidos en el ingenio. El sexo es algo más que esquiar o hacer submarinismo en la piel ajena. Megalómanos evolutivos, aspiramos a ir, más allá de la diversión y del placer, hasta la felicidad.

La segunda liberación sexual aspira a liberar a la sexualidad de la desconfianza, de los cortos vuelos y del escepticismo acerca de la naturaleza humana. Estamos viviendo la sexualidad como pedrea, como consuelo del perdedor. Hemos jaleado tanto la individualidad, el cuidado de uno mismo, la autosuficiencia, que hemos perdido el talento -si es que alguna vez lo hemos tenido- para relacionarnos afectivamente con otras personas. El mundo se ha convertido en una gigantesca mesa de billar, donde cada bola, cerrada sobre sí misma, choca con las otras, estableciendo sólo puntuales contactos. Una de las cosas que más sorprende al estudiar a Aristóteles es la importancia que concedió a la amistad, a la philia, es decir, a una relación afectiva no necesariamente sexual. "Es -dice- lo más necesario para la vida. En efecto, sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes." Esto nos resulta ahora incomprensible, y, sin embargo, una de las grandes invenciones de la inteligencia humana ha sido unir un impulso sexual, que es genérico -un macho con una hembra- con la amistad, que es archiespecífica -quiero a una persona y no a su hermana gemela.

Este proyecto magnífico aprovechaba esa genérica sexualidad para favorecer los vínculos personales y he dedicado mucho espacio en el libro para hablar de ello. Pero la sexualidad desvinculada atacó ese proyecto. Y lo hizo con una violencia tan desmesurada que sólo podía proceder del desengaño y la furia. Era su negación absoluta. Se impuso una teoría decepcionada de la humanidad, de la que pretende liberarnos la segunda revolución. En nuestra sociedad cunde la idea de que los seres humanos dan poco de sí. Sirven, a lo más, para pasar un buen rato. Y la cama es el más fácil de los buenos ratos. Casi se espera más de una persona tumbada que de una persona erguida. Un torpe igualitarismo por abajo nos ha privado de un modelo de vida noble, de un modelo de vida lograda, olvidando que el núcleo de la educación clásica consistía precisamente en mostrar vidas ejemplares.

El escepticismo acerca del interés que pueda tener la intimidad de los demás funciona como una de esas "profecías que se cumplen por el hecho de enunciarla". Acabará por ser verdad. La cultura ambiente, por muchos caminos, está produciendo una trivialización de las relaciones, que va unida a una superficialización de las personas. Nos estamos volviendo muy aburridos, muy inertes, viviendo de simulacros de sentimientos, más que de sentimientos verdaderos. Nos hemos instalado en una ideología del fracaso confortable. Pero al mismo tiempo aspiramos irremediablemente a una vida lograda, es decir, a una vida afectiva interesante, que procura no diluirse en mil pequeñas gulas o en mil breves estremecimientos, que aspira más a la intensidad que a la excitación, que cuida su intimidad y no la desparrama, que no desea una libertad espontánea, sino vinculada. Pero estamos claudicando de ese proyecto de vida amplia. Vivimos enrocados y a la defensiva, con pequeñas excursiones epidérmicas hacia los demás. Ha acabado por tener razón Sartre, cuando dijo: "El infierno son los Otros." Esa idea mezquina ha tatuado nuestra afectividad y, al final, nuestras expectativas crecen pero nuestras capacidades menguan.

Como pura contradicción, como clave para entender un mensaje cifrado, el enamoramiento consiste en una valoración profunda y cálida de la intimidad de otra persona. Todo en ella aparece entonces interesante. Me temo que por desidia estamos perdiendo la capacidad de amar. La maltratada palabra amor ya dice tan poco que es preciso definirla en cada ocasión. Al hablar de amor me estoy refiriendo a un deseo milagroso y por lo tanto raro, que, como les dije, surgió posiblemente del vínculo de la madre con su bebé, y que estamos intentando exportar a otros registros de la vida humana, por ejemplo a la vida en pareja. Es el deseo de que otra persona sea feliz por mediación mía, y el sentimiento de plenitud y de alegría que acompaña a su cumplimiento. ¿Por qué llamo milagroso a este deseo? Por su contradicción lógica. Sitúa mi felicidad en  la felicidad de otra persona. Es, por tanto, un egoísmo altruista. No es pura espontaneidad, porque exige cuidados. Y espera reciprocidad. El amante -cuya felicidad estriba en conseguir la felicidad de la otra persona-, espera que la otra persona sienta lo mismo hacia él. Un doble interés por la felicidad de cada uno atraviesa el ámbito claro de la relación amorosa. Mi felicidad me importa a mí y a la otra persona. El austero Kant acertó con su definición de amor: "Es hacer míos los fines del ser amado."

Vuelvo a decirles que este tipo de amor es muy escaso. Para conseguirlo hace falta una peculiar estructura afectiva y, además, suerte. No hay monólogos amorosos y a veces es difícil encontrar un buen interlocutor. A pesar de su rareza, continúa siendo un modelo casi universalmente deseado, y su ausencia continúa viviéndose como una decepción. Lo malo es que estamos configurando un modo de vida que va a hacer cada vez más difícil que esa utopía amorosa se realice. Nuestra cultura nos devalúa primero y nos desvincula después, y de esa manera nos convierte en castrados afectivos. Nos estamos volviendo insignificantes. Por comodidad, cobardía o desesperanza nos empeñamos en no tener significado. Es dramático comprobar que en esta dificultad para mantener relaciones amorosas hayan entrado en quiebra, incluso, los sentimientos maternales. Tener hijos se está volviendo un acto casi antinatural. El amor, que es una contradicción lógica, está siendo liquidado por la lógica. Vivimos relaciones sociales de mucha producción y poca fecundidad.

La revolución sexual que propongo exige una valoración previa del ser humano. No podemos vivir perpetuamente explotándonos -sexualmente también-, temiéndonos, o ignorándonos. Podemos desplegar una sexualidad de animales listos, o una sexualidad de personas dignas. La decisión está en nuestras manos, pero lo que la ética nos dice es que el segundo camino es el único que nos acerca a la felicidad. Es, por supuesto, una decisión que nos compromete, porque el deseo de vivir en un mundo donde los seres humanos sean valiosos me exige comportarme como tal. El valor ontológico no basta para la convivencia. Necesitamos también el valor operativo, el conseguido mediante nuestra acción. Sobre la ética de la igualdad tenemos que construir la ética de la nobleza.

Recuperar el valor del individuo humano es la primera tarea de esta incruenta revolución. Es tarea que exige de todos nosotros una enorme energía creadora. Ya saben que crear es hacer que algo valioso que no existía exista. Para que nos animen a emprender ese gran proyecto, voy a dejar la palabra final de este Manifiesto a dos poetas. Los poetas son los grandes maestros del optimismo, incluso cuando hablan de desdichas, porque nos demuestran que el mundo puede ser de otra manera. El primero de ellos es Goethe, que nos da un penetrante consejo: "Desacostumbrarnos de lo mezquino, y en lo bello, bueno y noble, vivir resueltamente". El segundo poeta es Rilke, que nos da una tesonera consigna para la transfiguración del ánimo:

Oh di, poeta ¿qué haces tú? - Yo alabo.
Pero lo que no tiene ningún nombre
¿cómo puedes llamarlo tú, poeta? - Yo alabo.
¿Por qué lo silencioso y lo fogoso
como estrella y tormenta te ven? - Porque yo alabo.



Del libro: "El rompecabezas de la sexualidad" (páginas 239-243)

Editorial: ANAGRAMA

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