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- Era de noche. Yo estaba detrás de la cortina, desnudo. Subía la rejilla y bajaba a la cortina. Pasadas las doce de la noche, me di cuenta del matiz. La colegiala no apagaba la luz blanca. Siempre que se decidía a dormir lo hacía bañada en la luz roja del pilotito. Pero ahora parecía irse a dormir dejando todas las luces dadas. Ya en noches anteriores, mi imaginación erótica me deparaba momentos angustiosos: veía moverse piernas, manos, cabezas; veía cambios de postura; veía agitación. Pero la luz roja era tan escasa, tan deformante, que atribuía esas coreografías de cierto calado sexual a una proyección de mis propios deseos. Por ejemplo, todas las noches tenía la impresión de que la colegiala alzaba una rodilla, y me preguntaba cómo podía nadie dormir con una rodilla alzada. ¿Tú puedes?
- ¿Te refieres a quedarme totalmente dormida, boca arriba, con una pierna doblada?
- Sí.
- Eso es imposible.
- Yo también lo creo. En todo caso, los japoneses tienen muchos comportamientos imposibles (como puedes ver en el pasaje de este avión). La colegiala, entonces, puso su cabeza sobre la almohada. Yo subí a la rejilla y pude ver su rostro como nunca antes: blanco, sombreado, con los ojos abiertos y el cabello sudoroso. De vez en cuando se apartaba un mechón húmedo de la frente. Bajé a la cortina, excitadísimo, y vi el bulto de sus piernas y su vientre debajo de un delgadísimo edredón. El edredón estaba doblado y solo cubría a la chica hasta la cintura. Veía sus manos apoyadas en el doblez de la prenda. En un momento dado, las introdujo debajo, y luego ejecutó una maniobra preñada de sugerencia: levantó el culo, apoyando todo el cuerpo sobre los hombros: vi sus piernas trazar un efímero puente debajo del edredón, y una especie de movimiento mecánico de arriba abajo de su cuerpo, como si se bajara los shorts y luego las bragas. Después, su cuerpo recuperó la postura yacente.
- Entiendo - su detallada descripción dejaba poco espacio a las dudas.
- Volví al desván. Su cara estaba relajada, aunque ahora mantenía los ojos cerrados. Me temblaban las piernas, pero aún así recordé con pavor que en cualquier momento podía apagar las luces, y salvarse de mi mirada. No lo hizo, de momento. Casi a trompicones, descendí la escalera de mano, a toda velocidad, sintiendo cada travesaño lacerando las plantas de mis pies. Me asomé por la ranura de la cortina. La luz seguía encendida. Realmente, con cada cambio de posición, yo sentía pánico, el mayor pánico que he sentido en mi vida: el pánico a la luz roja, el pánico al rechazo.
Luis se moja los labios. Lleva hablando un buen rato.
- Sus rodillas se elevaron simétricamente. Sus piernas formaron dos pequeños pasajes confluyentes: desde la separación de las rodillas, unos treinta centímetros, a la unión inguinal.  Mi vista recorría esa mullida ladera con delectación, adivinando la parte del cuerpo que yacía bajo cada pliegue, bajo cada caprichoso dibujo del estampado. Por eso no tuve duda alguna en interpretar con exactitud dónde se posó su mano. Generó un pequeño montículo, justo entre las piernas, y enseguida el montículo empezó a agitarse, a cambiar de forma, como si se hinchara y se deshinchara: la mano desaparecía dentro del cuerpo y emergía de nuevo. Necesitaba verle la cara.
- ¡Dios mío! - me he azorado un poco, sí.
- Tuve mala suerte. Cuando alcancé el mirador de la rejilla, ella se había puesto de costado, mirando en dirección opuesta a la ventana. Bajé de nuevo las escaleras. Me asomé por la ranura. Sus caderas formaban una espectacular ondulación bajo el edredón. Tenía la pierna superior doblada y echada hacia delante, mientras que la pierna inferior permanecía rígida y recta. Su brazo, ahora, se introducía hasta el codo en el edredón por detrás, permitiendo que la mano alcanzara su objetivo a tergo. Plásticamente, la estampa era inigualable: la pierna izquierda doblada y apoyada en un escalón muy alto, mientras el brazo izquierdo se quedaba atrás, estirado y dejando tensa la camiseta blanca de la niña, su pequeño pecho izquierdo.
- Vale. Fin. No más.
- La joven se maturbó durante largo rato.
- Fin.
- Yo me masturbé con ella.
- Suficiente.
- Fue el orgasmo más memorable de mi vida.
- Enhorabuena. Voy al baño. No quiero oír más.
- Todavía no has oído nada.



Del libro: "TATAMI" (páginas 71-75)

Editorial: Lengua de trapo

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